Por Hugo Yasky (*)
La reducción de la jornada laboral es una necesidad que nos reclaman las transformaciones sociales en términos históricos.
En el último siglo, el que va de 1920 a 2020, la productividad del trabajo se multiplicó por cinco. Sin embargo, las trabajadoras y los trabajadores siguen cumpliendo la misma jornada laboral de 48 horas semanales que se instauró, en el caso de nuestro país, hace más de 100 años.
Esto hace que la legislación argentina esté atrasada no sólo en comparación con los países llamados desarrollados sino también cuando se observa a los de la región. Está situación se debe a que hay sectores que tienen anteojeras y prejuicios a la hora de abordar el tema. Algunos de ellos dicen que afectaría «la productividad», que como vimos creció en a lo largo de las décadas con muy pocos beneficios para el trabajador en lo que refiere al uso libre de su tiempo. Algo elemental que pocas veces se pone sobre la mesa al hablar de libertad.
De todas formas, la productividad del trabajo, es decir el rendimiento del trabajo realizado por el trabajador, si se reduce la jornada diaria probablemente aumente. Es decir, es probable que, si trabaja menos horas, rinda mejor en términos relativos y pueda en algunos casos incluso compensar, en términos de producto o tareas realizadas, la reducción del tiempo debido al mejor rendimiento.
Tanto en los trabajos con mucha carga mental o intelectual como en los que requieren atención o esfuerzo físico, la productividad disminuye con el paso de las horas. No es igual la productividad o rendimiento de la novena hora trabajada que de la primera. Por consiguiente, si reducimos una hora a la jornada laboral mejorará en promedio la productividad del trabajo porque se estará quitando la hora menos productiva, la última.
Pero además, según la experiencia de los lugares en donde se llevó adelante la reducción de la jornada, se logró disminuir los accidentes laborales, el ausentismo y la conflictividad laboral. También disminuyen ciertos costos variables como el gasto energético. Esto demuestra que no es sólo una demanda sectorial, sino que conlleva evidentes ventajas para el conjunto de la economía incluyendo por supuesto a las empresas involucradas.
Con todo, el aspecto económico no es el único que debemos tomar en cuenta a la hora de adecuar nuestra obsoleta legislación en la materia.
Cuando se estableció la duración de la jornada laboral que rige en nuestro país de 48 horas por semana, la sociedad también era distinta. Gran parte del trabajo socialmente necesario en las tareas de cuidado eran absorbidas con exclusividad al interior de las familias por las mujeres.
Un ejemplo de esto, que también muestra el atraso de nuestras leyes, es el de las licencias parentales por cuidado de hijos e hijas al nacer.
Los trabajadores varones sólo tienen por legislación general tres días hábiles para cuidado, cuando en los países desarrollados estas licencias para no gestantes van de los tres a los doce meses y, según el caso, se distribuyen equitativamente sin distinción de género entre madres y padres.
La reducción de la jornada también permitiría una mejor distribución del conjunto de las tareas de cuidado.
En suma, aggiornar nuestra legislación desactualizada reduciendo la jornada laboral generaría efectos positivos económicos, sociales, culturales, medioambientales, de igualdad de género, entre otros.
Por eso es incomprensible la negativa de un sector de los representantes políticos incluso a dar el debate, a oír la opinión de las organizaciones sociales, sindicales, empresariales, de los especialistas, de los países que ya legislaron en este sentido.
En definitiva, encarar esta discusión en el parlamento es, ni más ni menos, que cumplir nuestra función de hacer leyes para intentar que el conjunto de la sociedad viva cada día un poco mejor.
(*) Diputado nacional por el FdT y secretario general de la CTA de los Trabajadores, autor de uno de los proyectos para reducir la jornada laboral.