Por Ángela Urondo Raboy
Frente a las próximas elecciones presidenciales, con el electorado partido en tercios y la cancha inclinada a la extrema derecha, llama al espanto la atención que las propuestas de dos de lxs principales candidatxs sean de una violencia explícita inédita. Las promesas de campaña son amenazas de exterminio directas.
“Te propongo terminar con el kirchnerismo, de verdad y para siempre”, “Si no es todo, es nada” son algunas de las seductoras consignas con que Patricia Bullrich busca atraer a sus votantes; mientras Javier Milei ladra con provocativa teatralidad sus lemas, colocándose: “frente al fin de la casta política”, para “acabar de una vez con los mismos de siempre” y “exterminarlos como cucarachas”, “Punto y aparte”.
¿Para siempre? Nada es para siempre, excepto la muerte.
Proponer y proponerse el fin del otro, la extinción como propósito, es una acción totalitaria. Anular al adversario, al rival, a quien piensa distinto, no es política, es intolerancia, es violencia autoritaria. Es una propuesta criminal.
¿Cómo es posible que estas expresiones sucedan ahora, cuando cumplimos nada menos que 40 años continuos de democracia?
¿No existe acaso legislación suficiente para prevenir los discursos que instigan al odio, que promueven violencias discriminatorias y hacen planes de exterminio? ¿De qué sirven los contratos sociales, los derechos fundamentales, la idea de Justicia, si no se puede frenar esta violencia?
En 1988 fue promulgada por el Honorable Congreso de la Nación Argentina la Ley N° 23.592 que sanciona todo tipo de actos discriminatorios y adopta medidas para quienes arbitrariamente impidan el pleno ejercicio de los derechos y garantías fundamentales reconocidos en la Constitución Nacional. Dicha ley en su artículo 3° indica que: – Serán reprimidos con prisión de un mes a tres años, quienes participaren en una organización o realizaren propaganda basados en ideas o teorías de superioridad de una raza o de un grupo de personas de determinada religión, origen étnico o color, que tengan por objeto la justificación o promoción de la discriminación racial o religiosa en cualquier forma. En igual pena incurrirán quienes por cualquier medio alentaren o incitaren a la persecución o el odio contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas.
Por otra parte, a partir del año 1994 fueron incorporados tratados internacionales de Derechos Humanos a nuestra Constitución Nacional, entre las que se encuentran: la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial; la Declaración Universal de Derechos Humanos; la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; y otros.
Existiendo tantas leyes y convenios internacionales que castigan los discursos y las acciones de odio, no hacer oídos sordos a las promesas de exterminio es nuestra responsabilidad. Somos un pueblo que ya pasó por la experiencia. Es de suma importancia la mirada al pasado para construir el futuro. Hay que evitar repetir los horrores que ya vivimos.
Horcas. Guillotinas. Motosierras. Autos verdes. Sobretodos grises. Copos de azúcar rosados. Gatillos fáciles. Proscripciones judiciales. Manos duras. Servicios infiltrados. Balas muy cerca de la cabeza. Promesas de muerte, premisas que son permisos, enunciados que son metas.
¿Cómo no relacionar los pregones electorales de supresión del otro, con los antiguos decretos de aniquilamiento a la subversión?
Cuatro decretos promulgados a fines de 1975, muy poco antes de la caída del gobierno de María Estela Martínez, tras la muerte de Perón. Estos decretos creados en el derrumbe de la democracia, fueron un aval, un incentivo a la violencia antidemocrática y funcionaron como un tobogán hacia la dictadura.
Mano de obra represiva organizada en grupos parapoliciales, accionaron desde la sombra en todo tipo de operaciones ilícitas para instalar terror y trauma para disciplinar al pueblo y subordinarlo, mediante la ejecución de aprietes, secuestros y muertes.
Los mismos que atentaron y fraguaron enfrentamientos. Los mismos fusiladores de Trelew, los de José León Suárez también.
Los mismos que quemaron libros.
Los mismos que quemaron escritores de libros y no supieron nada de poesía.
Amantes de la picana y la cachiporra.
Siempre supieron dar golpes, infligir dolores. Son los mismos torturadores y sus interrogatorios, sus métodos, sus motivaciones.
Son la vieja y la nueva escuela de lo mismo. Maestros del sometimiento.
Iniciados en un bautismo de fuego a traición, arrojaron bombas desde aviones sobre el pueblo indefenso.
Los mismos que luego inventaron los vuelos de la muerte y arrojaron gente viva al río, cual solución final.
Los mismos miembros de los grupos de tareas que marcaron y chuparon gente, que patearon puertas, allanaron y saquearon viviendas, que tomaron los bienes y se enriquecieron con lo robado, crearon redes financieras para sostenerse y garantizarse impunidad.
Los mismos verdugos que se quedaron con los niños de sus víctimas como parte del botín de guerra.
Los mismos que sabiéndose sin límites procedieron a perpetrar el genocidio brutal que padecimos y seguimos padeciendo, con un saldo estimado de 30.000 desaparecidos e incalculable cantidad de víctimas. Delitos permanentes, tan aberrantes que lastiman la humanidad. Para siempre.
Estas heridas se reabren en alerta cuando existen amenazas concretas de repetirse los daños.
Las mismas acciones que los Juicios de Lesa Humanidad condenan, anuncian repetirse en la actualidad y no parece haber una reacción suficiente, aunque repitamos como un mantra: Nunca Más. Nunca Más. Nunca Más para siempre, hasta quedarnos sin voz.
La frase se cristaliza y craquelada se va rompiendo, frente a cada caso de abuso de poder, de violencia institucional, frente a cada crimen de estado, se desvanece, deja de significar algo el Nunca Más. Es otra vez y otra vez y otra vez y prometen más todavía.
Son los mismos, las nuevas generaciones continuadoras de la violencia que hoy buscan acceder al poder mediante el voto democrático, para promover políticas antidemocráticas. Quieren gobernar el estado, con el objetivo de destruirlo y desmantelarlo. Pretenden erigirse representantes del pueblo y así poder oprimirlo hasta acabarlo. Deslizan propuestas de odio disfrazadas de libertad de expresión.
Como describió el filósofo austríaco Karl Popper en el año 1945, en el marco de la teoría de la decisión: La paradoja de la tolerancia declara que, si una sociedad tiene tolerancia ilimitada, esa capacidad de ser tolerante finalmente será reducida o destruida por los intolerantes. Es por lo tanto que no se puede tolerar la intolerancia.
Como sociedad es necesario que hagamos una reflexión profunda con respecto a porqué se naturalizan y toleran estos discursos que son promesas de odio, porqué y cómo los dejamos pasar, instalarse. También quizás podamos todavía plantearnos una manera sana y segura de establecer límites y desarrollar claramente los motivos y los fundamentos, sobre por qué la violencia intolerante y fascistizante de querer borrar al otro, no puede, ni debe ser propuesta de acción política jamás.
Todos los actores políticos de la democracia debieran respetar los contratos de inclusión, convivencia pacífica y tolerancia.
Cada derecho adquirido representa el acceso a una cierta forma de dignidad alcanzada.
Es muy difícil, cuando no imposible, darse cuenta de cómo sería vivir sin los derechos que gozamos, cuando se ha nacido con ellos, cuando se ignoran los paradigmas y las disputas que hubo detrás. Pero tampoco podemos ser tan inocentes de creer que los derechos dados son naturales o permanentes, que no están en pugna, que no se pueden retrotraer si olvidamos defenderlos.
Para poder estar mejor, hay que evitar estar peor.
La democracia no es perfecta, pero es perfectible. Hay que ayudarla. Debemos proteger y mejorar el estado de derecho, dentro y fuera las urnas, para que pueda expandirse al amparo de todas las necesidades.
Recordando que ni las victorias ni las derrotas son definitivas y por eso hay que luchar, mas que nunca, hacerse parte, para defender nuestros pequeños grandes logros, nuestra dignidad y que sean eternos los laureles, que con tanto esfuerzo supimos conseguir ahora y siempre.
Fuente: Télam