Por Guillermo Torremare, presidente Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y prosecretario de la Comisión Provincial por la Memoria.
A 47 años del golpe, próximos a los 40 de la recuperación democrática y luego de haberse dictado más de 300 sentencias que demostraron la existencia de un sistemático plan de exterminio desarrollado contra una parte de la población argentina entre 1976 y 1983, subsiste un pequeño sector de la sociedad, no huérfano de liderazgo político, que insiste en minimizar y hasta negar lo ocurrido.
Ellas son expresiones que bien podrían calificarse como «negacionistas». Las mismas chocan frontalmente contra la verdad histórica judicialmente comprobada y agravian la dignidad de las víctimas y sus allegados.
Y lo que es peor, facilitan la creación de un contexto propicio para que los hechos atroces puedan repetirse. No casualmente, las políticas de memoria adoptadas en Alemania luego del nazismo utilizaron la consigna «Si sucedió una vez puede volver a suceder».
Los discursos negacionistas no solo son contrarios a la verdad sino que además, y fundamentalmente, incitan al odio. Y luego del odio viene el hostigamiento y a continuación la persecución y la matanza.
El negacionismo es también la última etapa del proceso genocida, la etapa que pretende su inexistencia, porque la negación es un poderoso mecanismo de defensa capaz de bloquear el indeseable recuerdo de sucesos terribles.
Claro que hoy la negación burda de los hechos no convence a nadie. Por ello los negacionistas se presentan como seres racionales y se enfocan en relativizar y banalizar los hechos atroces ocurridos, buscando ser persuasivos y aceptables.
No siempre el negacionismo se vale de expresiones afirmativas y concretas. Hace pocos días murió Carlos Pedro Blaquier, personaje insignia de la complicidad empresaria con el Terrorismo de Estado argentino, corresponsable del secuestro y la tortura de 300 personas, y de 33 asesinatos. Los avisos fúnebres de La Nación del día siguiente lo recordaron con afecto y lo exhibieron como un modelo. Entre los dolientes partícipes figuraron el ex Presidente de la Nación Mauricio Macri y el actual alcalde porteño y aspirante a aquel cargo, Horacio Rodríguez Larreta. Las públicas expresiones de condolencias por quien al morir estaba siendo juzgado por la comisión de reiterados crímenes contra la humanidad solo puede provenir de negacionistas. Esto da la pauta de la situación en que estamos.
Quizá sea el momento en que desde el derecho comience a pensarse una estrategia posible para prevenir prácticas negacionistas.
Creemos que una ley penal que sancione el negacionismo -entendido como la negación, apología y/o reivindicación de los genocidios y de los delitos de lesa humanidad judicialmente comprobados-, expresaría el mayoritario consenso social acerca del profundo daño que esa conducta genera.
Una ley que sancione el negacionismo sería coherente con nuestro ordenamiento en cuya Constitución Nacional se establece el principio rector que veda la posibilidad de dañar a otro.
Este columnista opina que todo funcionario público debería poder ser sancionado si expresara públicamente opiniones negacionistas, porque el Estado no puede incurrir en negacionismo. Por el contrario, el Estado tiene la obligación de investigar y sancionar crímenes de lesa humanidad y por ello, cuando un funcionario incurre en una actitud negacionista compromete la responsabilidad del Estado.
Dicho todo esto aclaramos que el tema no se resuelve solo con una norma sancionatoria. Ella estaría bien pero sería insuficiente.
Necesitamos que toda la sociedad repudie el negacionismo adoptando la decisión de no aceptar representantes en el Estado que nieguen el dolor y el sufrimiento que han experimentado millares de víctimas directas e indirectas de genocidios y crímenes de lesa humanidad.
Junto a la ley debe estar la educación. Hay que trabajar en educación en derechos humanos y en memoria. Llegar con estos temas a las escuelas primarias y secundarias debe ser una prioridad para los partidos políticos democráticos y para las organizaciones de derechos humanos. Y debe ser un objeto de diseño y desarrollo de políticas públicas urgentes para todos los gobiernos.
Ese es el camino a transitar para que el discurso negacionista sea limitado a la mínima expresión y no tenga influencia. Si logramos andarlo, por fin, el Nunca Más será una definitiva realidad.